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lunes, 6 de diciembre de 2010

ANÁLISIS POLÍTICO DE FIN DE AÑO

La derrota del oficialismo en las elecciones de medio término en 2009 implicó, entre otras cosas, una nueva dinámica en las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Tras un breve interregno entre junio y diciembre de ese año, en el que el oficialismo (en muchos casos aliado a fuerzas de centroizquierda) logró sacar una serie de leyes de resonancia histórica como la ley de medios audivisuales y la reestatización de los fondos jubilatorios, la traducción institucional de los resultados electorales derivó en un Congreso sin mayoría. Dada la nueva correlación de fuerzas, se abrió un escenario inédito que obligó a los actores a redefinir sus estrategias.
El gobierno dividido- es decir, la situación en la que la fuerza a cargo del Ejecutivo no tiene mayoría en el Legislativo- es señalado por reconocidos autores de ciencia política como uno de los principales riesgos del diseño institucional presidencialista. Al haber una legitimidad dual (tanto el Presidente como el Congreso son electos por la voluntad popular) y un esquema de mandatos rígidos, el gobierno dividido puede derivar en situaciones de parálisis. Si bien el marco institucional le otorga herramientas constitucionales al titular del Ejecutivo para sortear escenarios de bloqueo mutuo de poderes- principalmente el poder de decreto y de veto-, lo concreto es que en estos casos el proceso de toma de decisiones tiende a ser más engorroso.
En este contexto, la fuerza con la que el heterogéneo arco opositor (el llamado Grupo A) irrumpió al momento de definir el reparto de las autoridades de comisiones parecía prefigurar una instancia de repliegue del oficialismo y un cambio tajante en las reglas del juego. Al no haber un programa común que agregara al conjunto de la oposición (su unidad se explicaba, en gran medida, por su rechazo a la figura de Néstor Kirchner), la agenda legislativa del Grupo A giró en torno a la imposición de límites al Poder Ejecutivo: reforma del Consejo de la Magistratura, fin de los “superpoderes”, reglamentación de los DNU´s. Este paquete de iniciativas, que buscaban traspasar poder institucional del Ejecutivo al Legislativo, nunca se tradujo en ley, en parte por la bajísima importancia que las mismas tenían en la ponderación del ciudadano de a pie, a pesar del empeñoso esfuerzo de la cadena privada de medios por demostrar lo contrario.
El kirchnerismo, por su parte, trazó como estrategia evitar la sanción de cualquier ley que obligase a la Presidenta a pagar el incómodo costo político de tener que vetar alguna medida con arraigo popular. En esta línea se inscribe el veto al 82% móvil, sin dudas la mayor derrota política del gobierno este año. Al concentrarse en una demanda material con fuerte repercusión social, y no en medidas estrictamente institucionalistas, la oposición encontró el resquicio para hacerle pagar el costo político al gobierno. El 82% fue, no obstante, la excepción y no la regla del año legislativo. Un grito contenido entre tanto silencio opositor.El kirchnerismo tuvo una táctica defensiva cuando los términos de la discusión le eran desfavorables (a través del recurso de retacear el quórum, práctica en la que también incurrió la oposición) y supo consagrar ciertas victorias legislativas de peso (como la discusión sobre las reservas, el nombramiento de Marcó del Pont o la ley de matrimonio igualitario). Con un Congreso adverso, el oficialismo entendió que la clave para revertir el humor social no pasaba por la legislatura sino por la estabilidad de la economía y la eficacia de la gestión.
¿Cómo explicar este desigual derrotero entre una oposición a priori mayoritaria y un oficialismo en minoría? Ocurre que la política no es un simple juego de aritmética: las mayorías no vienen dadas, se construyen trabajosamente, responden a procesos complejos. El Grupo A es, como si dijéramos, una mayoría extensa: tiene múltiples liderazgos inconexos, o ninguno que sobresalga sobre el resto (no hay un primus inter pares) y no cuenta con un programa de gobierno común. El kirchnerismo, por el contrario, es una minoría intensa: responde a un liderazgo definido (antes Él, ahora Cristina), tiene un programa de gobierno claro, su contingente legislativo es cohesionado y disciplinado.
El año legislativo se cierra, de este modo, con una decepcionante performance del Grupo A y un oficialismo que ha entendido mejor las nuevas reglas de juego. Un poco del enfado hacia la oposición se deja translucir de las críticas de estos días de los principales editorialistas por su falta de unidad y de liderazgos. Como sea, el conflicto en torno al (truncado) Presupuesto parece ser el corolario para un año con tendencias claras: ante una situación de gobierno dividido y con una dinámica no cooperativa entre oficialistas y opositores, el gobierno es el que mejor ha sabido jugar la partida.



Javier Cachés

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