TRIBUNA DE LECTORES Y ESCRITORES / Si querés colaborar con noticias y fotos o verter tu opinión, dejá tus comentarios o escribinos / periodicoquincenal@hotmail.com

miércoles, 22 de mayo de 2013

EN ESTE NÚMERO MAYO/2013


  •  RIMAS DE BÉCQUER
  •  CAMPEONATO DE BAILE DE LA CIUDAD
  •  RESTAURANTES DE BUENOS AIRES: ILATINA
  •  EL SUR cuento de Jorge Luis Borges
  •  CARTAS A UN JOVEN POETA por RAINER MARIA RILKE (Segunda entrega)
  •  EDIFICIOS HISTÓRICOS: EL PALACIO PAZ
  •  POESÍAS DE ENRIQUE MOLINA
  •  APOYANDO A LOS NUEVOS TALENTOS: REPORTAJE A GUILLO ESPEL
  •  ¿LIBROS COMO PUENTES? por Any Carmona
  •  LOS CUENTOS DE VIRGINIA por ANY CARMONA
  •  AGENDA LITERARIA /MAYO


RIMAS DE BÉCQUER




AMOR ETERNO

Podrá nublarse el sol eternamente;
Podrá secarse en un instante el mar;
Podrá romperse el eje de la tierra
Como un débil cristal.
¡todo sucederá! Podrá la muerte
Cubrirme con su fúnebre crespón;
Pero jamás en mí podrá apagarse
La llama de tu amor.


RIMA I

Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.

Yo quisiera escribirle, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.

Pero en vano es luchar, que no hay cifra
capaz de encerrarle; y apenas, ¡oh, hermosa!,
si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera, al oído, cantártelo a solas.

RIMA II

Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
y que no se sabe dónde
temblando se clavará;

hoja que del árbol seca
arrebata el vendaval,
sin que nadie acierte el surco
donde al polvo volverá;

gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa, y se ignora
qué playa buscando va;

luz que en cercos temblorosos
brilla, próxima a expirar,
y que no se sabe de ellos
cuál el último será;

eso soy yo, que al acaso
cruzo el mundo sin pensar
de dónde vengo ni a dónde
mis pasos me llevarán.

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

martes, 21 de mayo de 2013

CAMPEONATO DE BAILE DE LA CIUDAD






Rondas Clasificatorias

Las Rondas Clasificatorias se desarrollarán en las milongas que participan en el Campeonato.
Pasarán a la siguiente etapa (Semifinal) las parejas elegidas por el Jurado en una proporción aproximada de 1 cada 5 del total de las inscriptas en cada categoría.
En esta instancia las personas podrán inscribirse en todas las milongas que deseen, con la misma o con distinta pareja, siempre que no hayan clasificado para la siguiente etapa.

CCC Teatro 25 de Mayo - Av. Triunvirato 4444 - Villa Urquiza
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada gratuita

Mayo 12 19:30

El Arranque: Bartolomé Mitre 1759 -San Nicolás
categoría Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo

entrada $25.00

Mayo 14 18:00

La Milonguita. Armenia 1353 - Palermo

categoría: Tango, Milonga y Vals
entrada $40.00

Mayo 15 23:00

TangoIdeal - Suipacha 384 - San Nicolás

categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada $40.00

Mayo 16 23:00

Vida Mía - Jorge Newbery 2818 - Colegiales
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada $35.00

Mayo 17 22:30

CC El resurgimiento - Gral. José Gervasio Artigas 2262 - La Paternal
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada gratuita

Mayo 18 20:00

Centro Cultural Julián Centeya - Av. San Juan 3255 - San Cristóbal
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada  gratuita

Mayo 19 18:30

Parakultural - Scalabrini Ortiz 1331 - Palermo
categoría: Tango, Milonga, y Milongueros del Mundo
entrada $40.00

Mayo 20 23:30

Espacio Cultural Carlos Gardel - Olleros 3640 - Chacarita
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada gratuita

Mayo 21 19:00

La Viruta - Armenia 1366 - Palermo
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada $40.00

Mayo 22 23:15

Semifinal
En esta etapa participarán aquellas parejas seleccionadas en las Rondas Clasificatorias. Con el total de parejas seleccionadas se compondrán grupos de similar cantidad de parejas. De cada grupo se elegirán las parejas para pasar a la instancia Final.

El Pial - Ramón L. Falcón 2750 - Flores
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada $30.00

Mayo 23 20:30

La Baldosa - Ramón Falcón 2750 - Flores
categoría: Milonga y Vals
entrada gratuita

Mayo 24 23:00

Final
En esta etapa se coronará campeona a una (1) de las parejas seleccionadas en las Semifinales.
Las parejas que resulten ganadoras en la categoría Tango de Pista (Senior y Adulto) participarán de la Final del Tango Buenos Aires Festival y Mundial de Baile 2013 que se llevará a cabo en el mes de Agosto.
Las entradas para la Gran Final serán entregadas el viernes 24 de mayo de 12 a 17 h en la Casa de la Cultura, Av. de Mayo 575. Se repartirán dos entradas por persona.

Usina del Arte - Av. Pedro de Mendoza y Caffarena - La Boca
categoría: Tango, Milonga, Vals, y Milongueros del Mundo
entrada gratuita

Mayo 26 17:30

lunes, 20 de mayo de 2013

RESTAURANTES DE BUENOS AIRES: ILATINA



I Latina
Ideal para Una buena experiencia gourmet
Cocina: Latinoamericana
De miércoles a sábado, a partir de las 21hs. Brunch los domingos
Villa Crespo, Murillo entre Acevedo y Gurruchaga
4857-9095 / 15 6400-7622
http://ilatinabuenosaires.com/
                                  
Que no es lo mismo salir a comer afuera que vivir una experiencia gastronómica es algo que queda claro en I Latina, emprendimiento culinario de los hermanos colombianos Macias: Santiago, el cocinero, y Juan Camilo, el restauranter.

Para empezar, I Latina está ubicado en una zona atípica (barrio de Villa Crespo, cerca de Scalabrini Ortiz y Warnes), en una casona antigua con ventanales que dan a la calle, pero a la cual se accede solo con reserva y donde se cena a la par de otros 20 comensales, bien ubicados en mesas amplísimas que, por lo general, se llenan de a dos.
 
El tamaño de las mesas no es un dato menor porque más vale estar cómodo para recibir los cinco pasos del menú que va rotando semana a semana (el lugar abre de miércoles a sábado, para cenar), junto a una exquisita panera, quizas una de las mejores de la ciudad, que puede incluir chipá, pan de maíz, brioche y hasta pan de banana, entre otras variedades que rotan según la propuesta del día y que se acompañan con una exquisita y exótica manteca con lima.
 
La cocina, si bien tiene reminiscencias colombianas y ocasionalmente algún paso típico como la arepa a la manera tradicional según los orígenes bogotanos de los Macías (en Colombia, la arepa tiene un modo distinto de preparación según la zona), podría definirse como cocina "del Caribe", con muchos ingredientes de mar como el lenguado, el salmón y los langostinos. Entre los sabores también hay mucha lima y otros cítricos (como el tiradito que probamos, con salsa de mandarina), leche de coco, cilantro y frutas combinadas en platos salados.

Es imposible contar un menú porque la creatividad del cocinero es variada, pero lo que sí se puede garantizar es que todos los platos salen en su punto justo, a la temperatura perfecta y en una ración que permite hacerle frente a toda la carta sin caer en el exceso ni terminar con un bruto dolor de panza. Además, la carta semanal se puede consultar en la web cada semana, antes de ir a cenar, como para estar advertido.

La propuesta tiene la opción de maridar cada plato con un vino distinto que propone la casa. La cena dura tres horas, por lo que se aconseja ir con una compañía que esté a la altura de las circunstancias.

Los domingos I Latina ofrece un brunch a partir de las 12 con granolas de quinoa, salpicón de frutas, pan de yuca, arepitas y patacones. Todo maridado con café colombiano infusionado con canela y panela o limonada de coco.

domingo, 19 de mayo de 2013

EL SUR cuento de Jorge Luis Borges



 El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

JORGE LUIS BORGES

CARTAS A UN JOVEN POETA por RAINER MARIA RILKE (Segunda entrega)

Viareggio, cerca de Pisa (Italia), a 5 de abril de 1903

Ha de perdonarme, distinguido y estimado señor, que haya tardado hasta hoy para recordar con gratitud su carta del 24 de febrero. Durante todo este tiempo me encontré bastante mal. No precisamente enfermo, pero sí abatido y presa de una postración de carácter gripal, que me inhabilitaba para todo. Finalmente, al ver que ni por asomo llegaba a operarse ningún cambio en mi estado, acabé por acudir a orillas de este mar meridional, cuya acción bienhechora ya me fue de algún alivio en otra ocasión. Pero aun no estoy restablecido. Todavía me cuesta escribir. Así, pues, tendrá usted que acoger estas pocas líneas en lugar de muchas más.
Sepa, desde luego, que me causará siempre alegría con cada una de sus cartas. Sólo habrá de ser indulgente con mis respuestas, que quizás lo dejen a menudo sin nada entre las manos. Y es que en realidad, sobre todo ante las cosas más hondas y más importantes, nos hallamos en medio de una soledad sin nombre. Para poder aconsejar y, más aun, para poder ayudar a otro ser, deben ocurrir y lograrse muchas cosas. Y para que se llegue a acertar una sola vez, debe darse toda una constelación de circunstancias propicias.
Sólo dos cosas más querría decirle hoy:
En primer lugar, algo acerca de la ironía. No se deje dominar por ella, y menos que en cualquier otra ocasión, en los momentos de esterilidad. En los que sean fecundos, procure aprovecharla como un medio más para comprender la vida. Empleada con pureza, también la ironía es pura, y no hay por qué avergonzarse de ella. Pero si usted siente que le es ya demasiado familiar y teme su creciente intimidad, vuélvase entonces hacia grandes y serios asuntos, ante los cuales ella quedará siempre pequeña y desamparada. Busque la profundidad de las cosas: hasta allí nunca logra descender la ironía... Y cuando la haya llevado así al borde de lo sublime, averigüe al mismo tiempo si ese modo de entender la vida brota de una necesidad propia y esencial. Pues entonces, bajo el influjo de las cosas serias, acabará por desprenderse de usted -si es algo meramente accidental-; o bien -si es que realmente le pertenece como algo innato- cobrará fuerza, y se convertirá en un instrumento serio para incluirse entre los medios con que usted habrá de plasmar su arte.
Lo otro que yo quería decirle es esto: De todos mis libros, muy pocos me son imprescindibles. En rigor, sólo dos están siempre entre mis cosas, dondequiera que yo me halle. También aquí los tengo conmigo: la Biblia y las obras del poeta danés Jens Peter Jacobsen. Se me ocurre pensar si usted las conoce. Puede adquirirlas fácilmente, ya que algunas de ellas han sido publicadas -muy bien traducidas por cierto- en la "Biblioteca Universal" de las "Ediciones Reclam". Procúrese los Seis cuentos de J. P. Jacobsen así como su novela Niels Lyhne, y empiece por leer, en el primer librito, el primer cuento, que lleva por título "Mogens": Le sobrecogerá un mundo; la dicha, la riqueza, la inconcebible grandiosidad de todo un mundo. Permanezca y viva por algún tiempo en estos libros, y aprenda de ellos cuanto le parezca digno de ser aprendido. Ante todo, ámelos: su cariño le será pagado miles y miles de veces. Y, cualquiera que pueda llegar a ser más adelante el rumbo de su vida, estoy seguro de que ese amor cruzará siempre la urdimbre de su existencia, como uno de los hilos más importantes en la trama de sus experiencias, de sus desengaños y de sus alegrías.
Si yo he de decirle quien me enseñó algo acerca del crear, de su esencia, de su profundidad y de cuanto en él hay de eterno, sólo puedo citar dos nombres: el del grande, muy grande Jacobsen y el de Auguste Rodin, el escultor sin par entre todos los artistas que viven en la actualidad.
¡Que siempre le salga todo bien en sus caminos!
Su

Rainer Maria Rilke



martes, 14 de mayo de 2013

EDIFICIOS HISTÓRICOS: EL PALACIO PAZ



El Palacio Paz fue la residencia más grande y una de las más lujosas de la ciudad de Buenos Aires, propiedad de José C. Paz. Fiel reflejo de la arquitectura Beaux-Arts de principios del Siglo XX, se encuentra frente a la Plaza San Martín y desde 1938 es sede del Círculo Militar.

Su Historia

José Clemente Paz, fundador del diario La Prensa y embajador argentino en París desde 1885 hasta 1893, fue un importante miembro de la aristocracia y un cabal representante de la Generación del Ochenta, que condujo el país a fines del siglo XIX.














En 1900, viajó a Europa y encargó al prestigioso arquitecto francés Louis-Marie Henri Sortais el diseño de una mansión de dimensiones inusitadas para la geografía porteña, con unos 12.000 m² cubiertos en los que se encuentran 140 habitaciones y ambientes varios (cocinas, baños etc.), también poseía un gran jardín de invierno. Fascinado por la cultura francesa de aquellos tiempos, emprendió la construcción de este pretencioso proyecto inspirado el los châteaus franceses como el de Chantilly, proyecto que no llegó a ver concretado, ya que falleció en 1912. El arquitecto Sortais, quien nunca estuvo en Buenos Aires, tampoco llegó a ver concluida su obra, habiendo muerto en 1911. La dirección de la construcción estuvo a cargo del prestigioso arquitecto e ingeniero argentino Carlos Agote.
La construcción de la mansión tardó doce años: desde 1902 a 1914. Fueron la esposa e hijos de Paz quienes habitaron la exquisita residencia.
Se dice acertadamente que "Si Buenos Aires alguna vez fue París, el Palacio Paz es el más claro exponente".
En la inmensa residencia destacan principalmente lujosos ambientes, finamente decorados y amoblados, como el Gran Comedor de Honor, la Gran Galería de Honor, el Gran Hall de Honor, la Sala de Estar, el Salón de Baile, el Segundo Comedor y la Sala de Música.
La firma Casal Manfredi Perego & Cía tomó la venta del edificio y el 12 de Junio de 1938, el palacio fue adquirido en $2750000 por el Estado Nacional para transformarlo en sede del Círculo Militar, Biblioteca Nacional Militar y Museo de Armas de la Nación, funciones que desempeña aún en la actualidad. En ese momento la Dirección General de Ingenieros del Ministerio de Guerra emprendió la adaptación de la residencia para su nuevo rol, demoliendo las cocheras que existían hacia el lado de la calle Esmeralda y construyendo allí la "Sección Deportes", un edificio de cinco plantas para la práctica de estas actividades.
Su entrada principal se encuentra en la Avenida Santa Fe al 750.